El cerebro puesto en su lugar
Marino Pérez desmonta con precisión en El mito del cerebro creador las trampas del cerebrocentrismo en las neurociencias actuales
ANTONIO RICO La obra que comentamos aquí no es fruto del
excepcional cerebro de su escritor. No se ha creado en una localización
concreta de su córtex y se ha manifestado a través de las órdenes que el
cerebro ha dado a sus manos para que la teclease en su ordenador. Es
cierto que si el autor hubiera estado convenientemente monitorizado,
sometido a una permanente resonancia magnética funcional de su cerebro
durante el acto de su escritura, hubiéramos asistido a un ir y venir de
flujos sanguíneos por distintas partes de su encéfalo, a vistosos
cambios de temperaturas en su corteza cerebral que hubieran vuelto
llamativo el espectáculo. Pero pensar que la explicación de una conducta
puede quedar resuelta en términos de aportes de glucosa, aumentos del
flujo sanguíneo o alteraciones de la temperatura es pecar del monismo
fisicalista grosero y ramplón contra el que Marino Pérez ha escrito El
mito del cerebro creador. Para entender la existencia de un libro tan
necesario como el que estamos comentando hace falta referirse a una
persona, a un organismo en su unicidad, compuesto materialmente por
órganos pero no descomponible formalmente en ellos, inserto en una
cultura supraindividual desde el mismo momento del nacimiento sin la que
el individuo no es nada. Sólo así daremos cuenta cabalmente de cualquier
conducta humana, como, por ejemplo, la escritura de este libro por parte
de su autor.
Tras una serie de obras de orientación claramente académica y que
constituyen una de las cimas de la Psicología Clínica española
(Tratamientos psicológicos, Contingencia y drama), el catedrático de
Psicología de la Universidad de Oviedo Marino Pérez ha comenzado a
publicar una serie de textos que apuntan directamente a falacias que,
aun nacidas en el campo de la Medicina y la Psicología, desbordan sus
orígenes académicos hasta constituir ideologías de clara implantación
social, responsables del oscurecimiento de algunas cuestiones clásicas
centrales en la conformación cultural de la idea de «hombre». En 2007
hizo saltar la polémica con La invención de las enfermedades mentales. Y
ahora, en 2011, carga contra el cerebrocentrismo, la ideología imperante
en el ámbito de las neurociencias y algunas filosofías y psicologías,
según la cual, -en desafortunadísima expresión del premio Nobel Francis
Crick-, todas nuestras experiencias y conductas no son más que el
comportamiento de un vasto conjunto de células nerviosas y de moléculas
asociadas.Así, lejos de caer fascinado por la espectacularidad tecnológica de las neurociencias y sus arrogantes cantos de sirena, Marino Pérez toma respecto de ellas la distancia necesaria para poder analizarlas teórica y críticamente desde la filosofía, desvelando la pobreza conceptual que se encuentran en la trastienda de esta ideología apoyada en la ciencia. Huyendo de un dualismo espiritualista y demostrando en tal huida su nula formación en filosofía clásica.,-Aristóteles, por ejemplo-, buena parte de las neurociencias ha terminado defendiendo un reduccionismo cerebrocentrista según el cual todas las actividades humanas cuya explicación se resiste a un mecanicismo fisicalista encuentran al fin explicación barriendo el problema bajo la atribución de tal actividad a un cerebro homunculizado. ¿Por qué tal persona tomó tal decisión? Porque su cerebro tomó tal decisión. ¿Por qué tal persona ve la vida de tal manera? Porque su cerebro percibe así los estímulos. ¿Por qué tal persona tiene tales sentimientos? Porque tiene activada la parte del cerebro encargada de tales sentimientos. Ellos dicen que es ciencia, pero no es más que mala filosofía, ideología individualista exacerbada y hallazgos tecnológicos sacados de quicio. «No hay escape de la filosofía, la cuestión es solamente si es buena o mala. Quien rechaza la filosofía está él mismo inconscientemente practicando filosofía» (Jaspers).
Afortunadamente sí hay escape del cerebrocentrismo. El problema es que no es sencillo y exige desembarazarse de prejuicios positivistas e individualistas. El grueso del libro presenta una propuesta de establecimiento de un campo en el que el cuerpo, -no sólo el cerebro-, la conducta y la cultura se entreveran a través de complejas relaciones que superan la parodia neurocientífica. Por un lado, el materialismo fisicalista se supera mediante un materialismo filosófico tomado de Gustavo Bueno y basado en tres géneros de materialidad, desde el que se reconoce el error de Descartes pero se denuncia también el error de Damasio al señalarlo. A continuación, se defiende sólidamente la capacidad que tienen distinciones clásicas en Aristóteles, -potencia/acto, materia/forma-, para iluminar la complejidad de las relaciones entre la conducta y el cuerpo y la cultura que la posibilitan. El resultado es ya tanto una fundamentación cerebral de la conducta como una fundamentación conductual del cerebro, un cerebro plástico al que la regañina de Marino Pérez pone en su lugar, destituyéndolo de sus pretensiones absolutistas en el análisis de la idea de «hombre». Este libro debería ser estudiado minuciosamente por cualquier interesado en las neurociencias y las neuroimágenes que quiera despertar del sueño dogmático en el que esta disciplina lleva demasiados años ofuscada. Muy probablemente no será así, y la explicación no requiere aludir a los flujos sanguíneos de los cerebros de los neurocientíficos para ser satisfactoria.